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Pedro Oller poller@ollerabogados.com | Martes 29 octubre, 2013


La corrupción ha permeado tanto la política costarricense que no solo ahuyenta a los buenos, sino que es caldo de cultivo para los malos


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Puede haber pasado desapercibido, al menos en mi caso así era, el más reciente Informe sobre Desarrollo Humano publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo Humano.
En mi caso, no fue sino hasta el sábado anterior que leí al respecto en el sitio de la BBC bajo el provocativo título: “El país con menor participación ciudadana de América Latina”.
De acuerdo con las conclusiones del Informe, son necesarias cuatro áreas para hacer sostenible el desarrollo de un país: “mejora de la igualdad, incluida la dimensión de género; dotación de voz y participación a los ciudadanos, incluidos los jóvenes; confrontación de presiones ambientales; y manejo del cambio demográfico”.
La sorpresa viene al descubrir que Costa Rica es precisamente el país que cumple con el titular de la BBC ya que “solo un 14,4% de los costarricenses forma parte de grupos deportivos, un 13,9% está involucrado en asociaciones comunales, un 5,7% interviene en sus gremios profesionales y apenas un 2,3% participa activamente en partidos políticos.”
En Costa Rica hemos entrado en una dicotomía sobre la participación ciudadana que es innegable. La Sala Constitucional ha señalado que “es en la idea de democracia participativa de activa y plena participación popular, donde precisamente el principio democrático adquiere su verdadera dimensión.” Aunque estamos claros de su importancia, aunque reclamamos mayor e incluso nueva y, porque no también, mejor participación son muy pocos los que se atreven a atender el llamado.
Aunque estamos claros de su importancia, aunque reclamamos mayor e incluso nueva y, por qué no, también mejor participación, son muy pocos los que se atreven a atender el llamado.
Las causas y las justificaciones de esta realidad son varias. Para la investigadora del PNUD, Gabriela Mata, “Es una paradoja. Esta es una democracia delegativa”. Además, se concluye que estamos satisfechos con el estado de las cosas que resume nuestra “marca idiomática nacional: pura vida”.
Con mucho respeto, difiero. Por un lado me parece que lleva razón la investigadora cuando indica que nos hemos convertido en una democracia en la que la mayoría preferimos delegar responsabilidades que no deseamos asumir. Sin embargo, me parece simplista que esto se deba al pernicioso pura vida.
Por el contrario, creo como lo he sostenido antes en estas páginas, que el deterioro del esquema político ha conllevado esa realidad que hoy vivimos.
Alguien hace unos años me lo resumía de forma muy sencilla: La corrupción ha permeado tanto la política costarricense que no solo ahuyenta a los buenos, sino que es caldo de cultivo para los malos. No solo aquellos de malas intenciones sino los incapaces y malos gestores.
Somos el resultado de nuestras propias omisiones y, como estoy seguro le ocurre a usted también, ya se hace cansado el vivir una realidad plagada solo de quejas sin acción correctiva.
Nos debatimos entre nuestra felicidad y el sacrificio de asumir cualquier responsabilidad social. Tenemos que llegar entonces a la conclusión de Umberto Eco de que hay que ser “casi feliz. ¡Quien diga que es totalmente feliz es un cretino!” y asumir así el compromiso que la patria demanda.

Pedro Oller

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