De cal y de arena
Alvaro Madrigal cuyameltica@yahoo.com | Jueves 08 noviembre, 2007
Alvaro Madrigal
Las elecciones del 3 de noviembre de 1889 las ganó el Partido Constitucionalista que postulaba a José Joaquín Rodríguez. Cuatro días después, unas decenas de policías debidamente uniformados se tiraron a la calle a reclamar la victoria del otro candidato, Ascensión Esquivel. De ahí dedujeron los ciudadanos que el gobierno del presidente Bernardo Soto se proponía desconocer el triunfo de Rodríguez. No pasaron muchas horas antes de que sus enardecidos partidarios —con Rafael Yglesias en punta— se volcaran sobre calles a impedir que se burlara la voluntad popular. De las más cercanas capitales de provincia se movilizaron entusiastas partidarios de don José Joaquín y pronto 7.000 ciudadanos se manifestaron —dice el historiador Rafael Obregón Loría— armados de escopetas, revólveres, machetes y garrotes. Los incidentes menudearon. Hubo un muerto. Soto comprendió los hechos y renunció. Asumió la presidencia el Dr. Carlos Durán.
¡Qué jornadas aquellas! Trepidantes y portentosas expresiones de la voluntad popular en las calles, sin reparar en los límites impuestos por la institucionalidad vigente, son el punto de partida de la forja de la democracia costarricense. Sediciosos, diría el sambenito que hoy les colgarían a los actores de aquellas jornadas cívicas. Como sediciosos serían, a los ojos de la crítica maniqueísta reinante 118 años después, los protagonistas de tantos hechos que convulsionaron el país en la segunda mitad del siglo XIX cuando Costa Rica se marcaba un derrotero político distinto al del vecindario. Jornadas fascinantes, ejemplares, de un contenido cívico sin parangón. Su repaso constata el extraordinario aporte de aquellos ciudadanos, movidos por un ideal de libertad y poseídos por la convicción de que la soberanía reside en el pueblo. Qué mitad de siglo fue ese segundo tramo en Costa Rica, marcada por la indeleble huella de la gesta libertadora encabezada por Juan Rafael Mora y preñada ricamente por figuras tan señeras como polémicas en algunos casos. A la par de ellos, innumerables personas que desde pequeñas y silenciosas logias conspiraban contra la arbitrariedad y la injusticia. Gobernantes intolerantes como Jesús Jiménez y Tomás Guardia que, no obstante, destacan en la conformación institucional; presidentes que clausuraban el Congreso o que desconocían las sentencias de la Corte Suprema de Justicia; dos generales, Lorenzo Salazar y Máximo Blanco, factótum del quehacer político, y un civil, Eusebio Figueroa, apelando a un revólver para hacer que el poderoso Salazar firmara su renuncia; la expulsión de los jesuitas y la secularización de los cementerios; los gobiernos centroamericanos constituidos en la “Cuádruple Alianza” para dominar a una Costa Rica “hostil” a la paz en el istmo. Fueron años de contracciones propias de un parto. Del parto de la democracia. Del parto de la vocación por la paz y por la justicia social. Obregón Loría destaca estos sesgos de aquellas tribulaciones y de más de cuarenta conjuraciones que fracasaron antes de estallar. “Guerra —recalca— sólo hemos tenido la de los filibusteros en 1856”. De repente, así en las calles se resolverá hoy el desafío, no de la “Cuádruple Alianza”, el de la “Triple Alianza” que amenaza la calidad de la democracia costarricense.
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