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COLUMNISTAS


Educación y cultura. Temor y amor

Miguel Angel Rodríguez marodrige@gmail.com | Lunes 30 septiembre, 2024


Participé en la reunión de la Organización de Universidades Católicas de América Latina y el Caribe (ODUCAL) del pasado 20 de este mes de setiembre con el tema “Educación, ciudadanía y cultura.”

La formación de niños y jóvenes, la trasmisión de la fe y los valores y de la cultura es fundamentalmente el dominio de la familia. Allí las generaciones trasmiten su patrimonio religioso, intelectual, sus tradiciones, sus creencias.

En esta tarea a la Iglesia y a cada uno de los católicos nos cabe la responsabilidad de trasmitir el tesoro de nuestra fe trascendente anclada en la relación con nuestro Salvador Jesús. Y de orientar con estos valores la vida en sociedad. Es una tarea en familia y en sociedad.

En esa tarea a través de la historia los gobiernos han pretendido no solo contribuir con la instrucción o trasmisión de los conocimientos, sino también adoctrinar, o sea formar a los niños y jóvenes con su interpretación de la cultura y los valores, lo que ya el propio Aristóteles señaló que era importante para beneficio del régimen imperante.

Enfrentando esos afanes de los gobernantes que se fortalecieron con el advenimiento de los estados nacionales, el cristianismo con su separación de estado y religión (“dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”) y con su lucha por la libertad religiosa, contribuyó de manera categórica a establecer que en la formación de niños y jóvenes la actividad del estado es subsidiaria y supletoria, no predominante.

Para los cristianos el orden social está centrado en el mandato de Jesús de amarnos unos a otros como Él nos ama. Por ello la educación en la Iglesia, en la familia, en las instituciones católicas debe estar basada en este mandato, y en sus consecuencias.

Las consecuencias del mandato del amor en la vida social debemos irlas reconociendo con el desarrollo del conocimiento. El conocimiento nos va revelando como mejor organizar la sociedad para que se favorezca la solidaridad, la fraternidad entre las personas, y que cada uno en el ejercicio de su libertad y con respeto a la dignidad de todos sea capaz de cumplir el mandamiento de amar a su prójimo.

En la democracia liberal que gradualmente, con avances y retrocesos la humanidad ha ido formando se fue llegando a una práctica educativa para que el estado formé supletoriamente a los niños y jóvenes en valores fundamentales de muy generalizada aceptación: los valores de la herencia judeo-cristiana, greco-romana, que con el encuentro de civilizaciones en América se enriqueció con la convivencia de razas y creencias, con el respeto fundamental a la igualdad intrínseca de todas las personas, a su dignidad, a su libertad, a igual trato ante la ley y con un deber de mutua solidaridad por la sociabilidad inherente a los seres humanos y la herencia común que heredamos.

Pero la tentación totalitaria asoma de diversas formas sus intereses. En el siglo pasado marxismo y fascismo pretendieron apoderarse de la formación de las juventudes. Ante el fracaso de estos totalitarismos el estatismo se vistió con los ropajes del relativismo, del post modernismo y de una falsa e inalcanzable lucha por la igualdad de resultados que solo crea frustración, rencor y envidia. Y los gobiernos estatistas tratan de difundir esos valores.

Con el postmodernismo y su relativismo los valores fundamentales de generalizada aceptación ya no eran lo importante, tampoco la verdad ni los hechos. Se desechó el racionalismo. Lo importante era mi verdad. Si los hechos la desmentían, peor para los hechos. Y se pretende adoctrinar en la irresponsabilidad.

El Papa Benedicto XVI fue la voz profética que desde temprano señaló los peligros de esta falsa prédica de libertad.

Se enseña que la moral, el género, la verdad, la ciencia, son meras construcciones sociales, que no hay valores objetivos. Se predica que la civilización occidental es culpable de todos los males del mundo. De las universidades estas perversiones morales y racionales pasan a colegios y a escuelas a deformar a jóvenes y a niños.

Con la legislación discriminatoria se erosionan los derechos generales que occidente vino pacientemente descubriendo en favor de derechos que no tienen otro obligado más que la propia colectividad. Esos derechos identitarios promueven la división, ya no de clases, sino de sectores de la sociedad que solo dicen proteger intereses particulares dejando de lado el bien común. Esto facilita generar el odio contra cualquier grupo al que sea fácil caricaturizar como el enemigo del pueblo.

Para facilitar este adoctrinamiento estatal se pretende eliminar la injerencia de los padres y su derecho a ser quienes determinen la formación de sus hijos y se quiere acallar a la Iglesia. Así se debilita a la cultura cristiana.

Ciertamente vivimos cambios, somos ignorantes y buscamos diversos caminos para el progreso social, pero hay una verdad y en Dios anclamos nuestros valores fundamentales.

Hay una verdad, pero somos ignorantes y la vamos descubriendo poco a poco y parcialmente, solo por la revelación la podemos conocer plenamente. Vivimos en sociedad con diversidad de opciones generadas por ese descubrimiento parcial de la verdad que podemos hacer gracias a la dignidad, la libertad, la creatividad con que Dios nos regaló.

Esa diversidad nos obliga a la tolerancia.

Jurídicamente resolvemos la confrontación de opciones con el respeto a la vida y a los derechos fundamentales, que garantizamos con la democracia y el estado de derecho.

Culturalmente la solución a la diversidad y al enfrentamiento de opciones sociales es el mandamiento al amor. El estatismo populista une la sociedad con el temor. La dignidad humana con la que Dios nos creó nos llama a unir la sociedad con el amor

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