Pena de muerte
Humberto Pacheco [email protected] | Martes 19 enero, 2016

Este castigo no puede estar en falibles manos humanas; una equivocación, cumplida la sentencia, no permite revocar las consecuencias
Pena de muerte
Desde los primeros años en la Escuela de Derecho sentimos repulsión por la pena de muerte. Muchos países de Latinoamérica- como siempre- se debatían en manos de déspotas inmisericordes y en éstos eran corrientes las violaciones a los derechos humanos que involucraban hasta desapariciones de seres humanos sumariamente ejecutados. Esos eran, al igual que la Venezuela de Maduro hoy, países enfermos de "satrapía".
El caso que nos impactó en el colegio en Canadá fue el Coffin Murder Case de ese país, una democracia como ninguna, que erróneamente sentenció a muerte a un hombre inocente, para descubrir tardíamente que se había ejecutado a un inocente.
Esto nos hizo volcarnos decididamente en contra de la pena de muerte. Este castigo no puede estar en falibles manos humanas; una equivocación, cumplida la sentencia, no permite revocar las consecuencias. En sociedades democráticas es muy arriesgada, pero lo es muchísimo más en manos de dictaduras sangrientas a las que les resulta fácil inventar una causa y hacer un montaje. La cárcel de Leopoldo López fácilmente se pudo tornar en una ejecución sino fuera porque los ojos del mundo están volcados sobre Venezuela.
De la mano vienen las cárceles. Ningún país tiene derecho a llamarse civilizado si mantiene un hacinamiento de porcinos en sus cárceles. Costa Rica, la impoluta, jamás posa sus ojos sobre este problema. Girando rápidamente sobre sus pies de princesita japonesa hacia otro rumbo, deja pasar la realidad. Pero estamos de la mano de Honduras, en que las cárceles pasaron de dar vergüenza a convertirse en cámaras de tortura.
Comprendemos que el tema de construir cárceles idóneas es secundario a pagar los inflados salarios y los sudados pluses que se han “ganado” los trabajadores del Estado, en particular los “importantísimos beneficios” de los dirigentes sindicales, que con “su esfuerzo” se han ganado privilegios que ni en países súper desarrollados verían nunca. Pero he ahí el gato; ¿quién le pone la cascabel?
Son parte de esa infraestructura que no llega nunca a construirse porque es mejor ver los préstamos del Banco Mundial en la caja, y cuando se hace algo, viene cargado de costos ocultos que hacen del producto final una porquería.
Tampoco de esto quieren saber los ticos. El “mimporta mi” y el “pura vida” se han apoderado de una mentalidad sedentaria a la que basta con que el estatus quo se mantenga a medias. Con el cuento de que no les interesa, los jóvenes, que pagarán cara su indiferencia, le vuelven la espalda a la patria. Eso sí, el derecho al berreo es intocable y a través de éste, todos dan rienda suelta a sus frustraciones, con lo cual se les acaba el gas.
Así, ticos, no van a ninguna parte. En la pasada columna se me ocurrió el término “arrollado”, en contraste con desarrollado; pues bien, somos el país más arrollado del mundo. Sí, porque otros que no tienen las maravillas de que disponemos, están justificados en su subdesarrollo. A nosotros el Todopoderoso nos brindó un clima y una tierra fértil privilegiados y, a nuestros habitantes, habilidad para hacer trabajos complicados. Pero para compensar hizo a los ticos vagos. Y eso no se cura.
Se preguntarán que zancudo me picó este sábado. Se llama frustratifiris extranjeris… cuando la esperanza de ver las cosas mejor desde la distancia se esfuma.
Humberto Pacheco A., M.C.L.
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