Siempre hemos sido sofistas
Andrei Cambronero acambronerot@gmail.com | Jueves 02 noviembre, 2017
Siempre hemos sido sofistas
Dígame la verdad; hable con la verdad; la verdad os hará libres; ¿jura decir la verdad?; ¡Ud. está faltando a la verdad!... La verdad nos obsesiona, le damos uno de los más altos sitiales en el mundo de los valores, la exigimos constantemente pero, en pocos escenarios, estamos nosotros mismos dispuestos a llevarla hasta sus últimas consecuencias.
No se está dispuesto a ser radical con la verdad porque ella, así, sin ambages, al desnudo, duele. No puedo ser honesto con alguien acerca de su atuendo porque se resiente, entonces utilizo algún eufemismo para hacerle ver que tal o cual prenda le hace lucir horrible. Alguien dirá: ¡No! Es que la forma de cómo se dicen las cosas importa y mucho.
Quizás es cierto, uno —para no pecar de indolente o poco civilizado— debe tener la deferencia de pensar en el “corazoncito” del otro antes de espetarle la verdad; en consecuencia, modulamos el cómo. Si se es tributario de tal postura, habrá de admitirse que la razón de nuestro concepto estrella no está en la forma sino en la sustancia.
Un aspecto paradójico es que cuando llueve copiosamente se apunta “qué aguacero” o “qué baldazo”, sin que pueda imaginarme una forma suavecita de cómo decirlo; se me vienen a la mente formas metafóricas de indicarlo, mas no una manifestación blanda. De nuevo: ¡ah! Pero ahí no hay un interlocutor inmediato y por eso se puede decir sin filtros, nadie saldrá lastimado; en cambio, decirle a alguien que su pareja le es infiel tiene sus cuidados…
Otro atenuante son las mentiras blancas o piadosas. Como grupo humano, perdonamos faltas a la verdad inocentes en tanto, con ello, se evite un disgusto o pena innecesarios; mas, el problema es que el tercero con la información decide si evita la pena o el disgusto. En otros términos, quien podría saber si algo le es molesto es suplantado por el otro que le protege de la tan cruel verdad; ¿podría acaso el amigo ocultar su enfermedad terminal a quienes le aprecian para no darles una tristeza? ¿Se perdonaría a quien mienta, en la entrevista por el trabajo añorado, acerca de sus furtivos hurtos de una o dos uvas en el súper?
En tales escenarios, ¿con qué nos bastamos? La respuesta es sencilla: con algo que, sin ser verdad, aparente serlo.
Como primer corolario se tiene que la honestidad —en muchos ámbitos— es incómoda, por lo que hay licencia para maquillarla un poco; además, nos interesa más la apariencia que lo verdadero en sí.
Sobre eso de las fachadas hay mucha tela que cortar. Dos personas discuten y una dice: “A sucedió de la forma X”, mientras la otra señala: “A sucedió de la forma Y”, no hay otros testigos del fenómeno ni elementos periféricos (indicios dirían algunos) para ayudar a deshacer el nudo; ¿a quién creerle? Pues a aquel que aparente decir la verdad, quien convenza de mejor manera.
Si me dicen “hace sol”, y quiero verificarlo, basta con que me asome por la ventana para constatar el hecho; pero si alguien dice que le caigo bien debo aceptarlo dogmáticamente. Salvo actos específicos que hagan aventurar una hipótesis distinta, la manifestación de sentimientos, afinidades u odios no admiten constatación empírica: se pueden “medir” las muestras de agrado o cariño mas no el cariño en sí mismo.
Segunda conclusión: hay aspectos de las relaciones humanas que resulta imposible conocer con criterios de certeza absoluta. Otra vez, si frente a un tribunal dos testigos se contradicen y no hay otras formas de probar el hecho, la verdad será la de quien se vea “sólido”, o sea, será honesto quien —en mi criterio— lo sea (esto podría verse como una traslación de lo objetivo a lo subjetivo en el terreno de lo verdadero).
Por último, no puede dejarse de lado lo fatigoso de la verdad. El genio, a decir de Weber, se consigue penando en la mesa de trabajo; tratándose de lo verdadero, la cosa no es distinta: para acceder a lo que es resulta ineludible indagar, pensar, tener información y analizarla; en una palabra, hay que currársela. Las llamadas fakenews y la posverdad misma están nutridas por un posicionamiento desenfadado frente al mundo; clamamos por personas honestas y la posibilidad de que no se nos oculte nada, siempre que no tengamos que hacer demasiado esfuerzo para llegar a ello. Si algo refleja un brillo de verosimilitud para qué esforzarse con comprobarlo o falsearlo; total, en algo hay que creer.
Así llegamos a la tercera y principal tesis: como producto deseable para la configuración de la vida en sociedad, la verdad es una entidad por la que las personas —en el plano discursivo— darían la vida; en la cotidianeidad, sea, ya puestos a llevar a la práctica esa máxima, nos enfrentamos a la susceptibilidad propia y ajena, a certezas nunca certeras y al mínimo esfuerzo. Quizás por eso nos aplaque la consciencia el conformarnos con argumentos falsos que tienen apariencia de verdad.
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