VERICUETOS
Tomas Nassar [email protected] | Jueves 27 marzo, 2008


El Cow Parade (o desfile de las vacas) es posiblemente una de las exposiciones más universales de los últimos tiempos.
Se inició en Chicago y Nueva York en 1999 y desde entonces ha recorrido decenas de ciudades en el mundo entero. Ciudadanos y visitantes de Kansas, Houston, Buenos Aires, París, Atenas, Budapest y Bruselas han visto pasar estos semovientes que representan la magia de sus artistas, inspirados en la influencia cultural de cada ciudad, llevados a una expresión popular, visible, sin restricciones ni condicionamientos.
La idea no solo da acceso al arte a los transeúntes, es decir, a todos, sino que ofrece recursos para obras de caridad que se obtienen a través de la venta de las vacas al final de la exposición. Nunca está de más una mano generosa.
Cuando me comentaron acerca de la llegada del Cow Parade a Costa Rica, francamente me sentí desconcertado. Por un lado, entiendo que los costarricenses tenemos derecho a disfrutar de un evento tan particular, con la misma alegría y complacencia con que lo viven los europeos, que nuestros hijos tienen derecho a formar parte de la enorme legión global de admiradores vacunos de las múltiples facetas de nuestros artistas criollos, cuyo arte nos pertenecería a todos, sin exclusión, aunque fuera por unos días. Sin embargo, la verdad, fue mayor mi preocupación que mi regocijo, y es que ¡tenemos tantas razones para pensar que la historia no tendría un final feliz!
No fue necesario mucho tiempo para que, lamentablemente, mi recelo fuera confirmado por las bandadas de vándalos que se adueñaron de esta pobre y lamentable ciudad capital. El daño por el daño, así pura y simplemente, sin más pretensión que destruir, sin más objetivo que perturbar, sin más propósito que dejar salir de su interior el exceso de la violencia más absurda, la que se emplea contra la creación artística. Ningún crimen puede ser rescatable, pero el que se comete contra la obra del espíritu humano no tiene nombre.
Lo que hemos visto en la prensa no es más que un reflejo del tipo de producto social que hemos venido creando en esta Costa Rica buena que ya no es. Apatía de la familia que ya no educa ni disciplina, de la escuela que se preocupa más por la huelga y la “reivindicación” que por la formación, y de un sistema de autoridades públicas indolentes, que no ejercen, que no reprimen, que no imponen la ley; una lamentable trilogía, triángulo de extrema y perniciosa tolerancia, que ha confundido el respeto a la individualidad con la impunidad y que ha trastocado los valores más elementales de nuestra propia identidad.
Para cualquier ciudadano común y corriente, que tiene la legítima ambición de ofrecer a su familia un entorno digno en el cual crecer y desarrollarse, resulta del todo imposibles de entender y asimilar las causas de la vorágine en que hemos entrado, como sociedad, de violencia, incorrección, desprecio e intolerancia, contra todo y contra todos.
A mí, como uno más de esos habitantes de esta tierra, me cuesta más aún entender la indolencia de padres, educadores y autoridades que nos expone y agobia a todos.
Pobres vacas tristes, debieron pastar en otro potrero.
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