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Tomas Nassar tnassar@nassarabogados.com | Jueves 27 septiembre, 2007


Con la renuncia de don Kevin Casas pierde el Gobierno de la República una de sus principales figuras. Quizás el miembro del Gabinete que más se proyectaba hacia un sólido liderazgo político, producto de su consistencia intelectual y de su clara visión de la ruta que el país debe seguir para insertarse con éxito en el concierto de las naciones desarrolladas.

Lamentable pérdida para el país por las grandes expectativas depositadas en la capacidad de don Kevin para llevar adelante una destacable labor en el Ministerio de Planificación.

Por erróneo que haya sido su actuar en relación con sus recomendaciones al Presidente de la República, no pueden desconocerse los aportes que estaba destinado a brindar al equipo del presidente Arias.

No comparto sus opiniones ya hechas públicas como estratega publicitario, pero tampoco apoyo la táctica de aprovechar el entuerto para rasgarse las vestiduras y asumir la posición de castos e impolutos dueños de la verdad absoluta que enarbolan los partidarios del “no”.

La enseñanza que nos deja don Kevin con su decisión de separarse de un cargo, que muchos soñarían con ocupar, debe ser la nota a resaltar en toda esta triste historia. Y es que como sucede en sistemas mucho más modernos que el nuestro, quienes ejercen cargos de representación están sujetos al constante escrutinio popular y su puesto siempre pende del hilo de la prudencia y la legitimidad de sus acciones.

Don Kevin violó la norma de la prudencia debida y pagó el precio de su desliz con creces. Triste final para lo que pudo haber sido el inicio de una destacada carrera en la vida pública; consecuencia debida para quien reconoció con hidalguía su error.

La experiencia vivida por el Vicepresidente Casas Zamora y su lección de humildad, debería iluminar el camino del decoro a otros a quienes hemos visto desfilar por las cámaras de televisión en estos días denigrándole y regocijándose de su decisión, esa determinación que ellos mismos no tuvieron el carácter ni el valor de tomar frente al cuestionamiento de sus propios actos. “Confía en las acciones de los hombres y no en sus discursos. Nada abunda tanto como hombres que viven mal y hablan bien”, dijo Plutarco, frase que debería ser grabada con cincel en las puertas de muchos de esos profetas reversibles de ahora.

De mi parte, quedaría muy agradecido si me dieran la oportunidad de mencionar bien en esta columna a algunos cuyo gesto ejemplar, representado en una renuncia cargada de vergüenza y dignidad, hemos esperado por meses y que, dirán los más mal pensados, no se producirá. Prometo dedicar una completa, lo más larga y pródiga en comentarios elogiosos que me sea permitido, como ejemplares renunciantes y modelos a imitar, a aquellos diputados que se recetaron partidas destinadas a sus propias cuentas pseudo-religiosas; o a las que abusando de su posición transitoria transgredieron la legalidad y la decencia para ubicar a sus retoños en puestos ministeriales que, posiblemente no alcanzarían sin el maternal patrocinio; o a las que declamaron versos de virginal honradez en las plazas públicas y luego se aumentaron las pensiones vitalicias sin rubor alguno.

¡Hay tantos otros que deberían seguir el ejemplo de don Kevin!

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