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Tomas Nassar tnassar@nassarabogados.com | Jueves 08 noviembre, 2007


Pekín- Tres. Nos recomiendan ir al Silk Market. Inevitable. Seis pisos colmados, pequeños negocios de unos dos a seis metros cuadrados. Si alguien quería ver un mercado chino tradicional, este no es el lugar, pero la experiencia de caminar por sus pasajes vale el viaje. Es, sin duda, obra de un genio del mercadeo. En sus pasillos y callejones son cientos de chinas jovencitas las que ejecutan la lección perfectamente aprendida. La partitura es repetida miles de veces, en distintos idiomas, pero con el mismo tono, el mismo vocabulario e idéntica entonación. No sé cuántas palabras en español podrán conocer, pero son suficientes para cautivar a cualquier renuente comprador: “hola amigo”, “te recuerdo, amigo”, “has destrozado mi corazón”, dicen todas con la misma intensidad, fingida emoción y la misma apasionada convicción de vendernos algo. Hay trucos aprendidos: si llegas temprano podés comprar al mejor precio, porque es de mala suerte no vender algo al primer marchante. Regatear es parte del libreto y nadie lo desconoce en esta especie de locura colectiva. Hay verdades que todos comparten con graciosa complicidad: primero, aquí no hay nada original, todo son copias, unas mejores que otras, pero copias al fin; y, segunda, quizás la más divertida, las cosas se compran por un 10% de su precio, aunque en el camino del regateo la chinita asuma teatrales poses, desde la simpatía hasta el enfado, para terminar diciendo “finito” y tomándote de la mano te obliga a comprar cualquier cosa por menos de lo que puede costar un café en algún hotel de la ciudad. Este es el emporio de las copias. “Amigo, ofrece” invitan a los clientes. “Finísimos” bienes de marcas conocidas. Las mejores corbatas francesas por un dólar; relojes suizos por diez, trajes de diseñador por 40; perlas, ropa, zapatos, electrónicos, plumas, cámaras fotográficas, lo inimaginable. Un turista, evidentemente norteamericano, negocia lapiceros de marca, cuando una sonora voz alerta hasta el terror a la dependiente que le atiende. De inmediato, impulsada por quién sabe qué terrorífica amenaza, esconde el producto que mostraba debajo de un mostrador. El policía pasa a su lado y ella respira aliviada. Observo intrigado desde la tiendita de enfrente, a unos dos metros. Recupera la caja y reinicia el ritual de la venta de las “Montblanc” por las que habrá pedido 100, pero que seguramente venderá en 5 yuanes. No logro entender qué pasa. Encima del mismo mostrador, hay por lo menos 500 de las mismas copias. Continúo caminando, evitando a cada una de ellas que literalmente te empujan a sus puestos, te toman de la corbata y no te dejan avanzar. ¡Hola amigo! Simpatiquísima obra teatral que se ejecuta cientos de veces cotidianamente y que habrá de mover millones de dólares en cada jornada. Esto es privado, me dicen y cada puesto es concesionado a sus dependientes. La mercadería la proveerá el mismo dueño, pienso, mientras me tomo un café en el O’brien. En la mesa del lado, un turista occidental muestra orgulloso a su pareja su nuevo y reluciente Rolex Presidente. ¿Cuál será el costo de producción, me cuestiono? Adentro, la fiesta continúa: “momento, amigo, momento”, “me haces sufrir, ven, ven”.

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